Como lo mencioné en este espacio hace un par de semanas, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos coloca a México en el centro de la seguridad norteamericana. Washington ya no nos ve sólo como un socio comercial, sino como un pilar indispensable para frenar a los cárteles, contener la migración, proteger cadenas de suministro y colaborar en la contención de potencias rivales. El mensaje del Tío Sam es claro: México deberá asumir nuevas responsabilidades. La pregunta es si lo haremos con una agenda propia o si sólo reaccionaremos a las presiones externas.
Si México actúa a la defensiva, la asimetría entre ellos y nosotros crecerá. Pero si tomamos esta coyuntura como una oportunidad histórica, la presión estadounidense podría convertirse en nuestra palanca para reconstruir —finalmente— nuestras enclenques instituciones de seguridad y justicia; reconstrucción que México ha postergado por décadas. Desde una perspectiva histórica, hoy están alineadas en México tres condiciones que elevan significativamente nuestras probabilidades de éxito si emprendemos una reforma profunda, de largo alcance.
Excepcionalmente estas tres condiciones aparecen alineadas de manera simultánea.
La primera condición es haber sufrido una derrota rotunda, y que la cúpula gobernante tenga la entereza y perspicacia de reconocerlo. Se trata de una verdad innegable: el Estado mexicano ha sido derrotado por el crimen organizado en amplias zonas del país. En estados tan disímbolos como Guerrero, Tamaulipas o Jalisco, las fuerzas federales fungen como meros visitantes temporales, incapaces de afectar mínimamente estructuras criminales que rigen el acontecer diario. En estas y muchas otras entidades, las autoridades locales no han logrado reconstruir policías locales, revitalizar fiscalías, ni menos aún frenar la expansión del Cártel Jalisco Nueva Generación, la organización criminal más poderosa del planeta.
En la historia militar comparada, las transformaciones empiezan con un reconocimiento del fracaso. Así ocurrió cuando Prusia reformó su ejército tras las derrotas napoleónicas (1806), cuando Japón reconstruyó su Estado tras el derrumbe del shogunato Tokugawa (1868), y cuando Colombia inició la profesionalización de sus fuerzas armadas y su policía (2000), las cuales estaban al borde del colapso. La reconstrucción arrancó cuando la élite gobernante admitió que el modelo de seguridad vigente era insostenible. México ha arribado a ese punto.
La segunda condición es de carácter político: el poder está hoy lo suficientemente centralizado como para impulsar reformas complejas sin que sean bloqueadas por feudos locales o por disputas partidistas. Morena controla la Presidencia, el Congreso federal, la mayoría de las gubernaturas y la mayoría de los congresos estatales. Esta concentración del poder genera legítimas preocupaciones sobre el deterioro de nuestra democracia, pero también crea una circunstancia excepcional: el Ejecutivo puede coordinar burocracias, imponer una dinámica de cooperación y disciplina, y con ello reducir resistencias de cientos de cacicazgos locales que durante años han sido un obstáculo insalvable para la seguridad.
Las modernizaciones exitosas en otros países —desde las reformas de Atatürk en Turquía (1923-1938) hasta la transformación policial de Georgia (2003-2010) o el mismo Plan Colombia (2000-2015)— poseen un rasgo común: una autoridad política central cohesionada y dispuesta a asumir costos. Desde el sexenio de Carlos Salinas, México no presentaba una configuración política de este tipo. La incógnita es si el gobierno actual la utilizará para profesionalizar al Estado o sólo para administrar el poder. Pero la posibilidad existe y sería un error histórico desperdiciarla.
La tercera condición es geopolítica. Estados Unidos y Canadá tienen hoy incentivos crecientes para invertir en la seguridad mexicana: la crisis del fentanilo, el tráfico de armas, la migración, la expansión de los cárteles hacia el norte, la vulnerabilidad de las cadenas de suministro y la competencia con China. Esta combinación habilita un proyecto que hasta hace unos pocos años hubiera parecido imposible: un Tratado de Seguridad para América del Norte que incluya inteligencia de punta, depuración policial, infraestructura forense, tecnología para fronteras y puertos, y fórmulas conjuntas para desmontar las redes financieras del crimen.
Este tipo de cooperación transformó a Colombia; permitió a Alemania y Japón reconstruirse tras la guerra; aceleró la modernización institucional de Corea del Sur.
México podría beneficiarse hoy de un apoyo similar, pero nada de esto ocurrirá por la buena fortuna o la gracia de Dios. México debe tomar la iniciativa de este proyecto con una agenda clara, ambiciosa y ejecutable.
Idealmente, esta primera agenda debería incluir un Centro Norteamericano de Fusión de Inteligencia; un programa piloto para la reorganización de policías, fiscalías y servicios forenses en entidades clave; una Guardia Nacional plenamente profesionalizada; un sistema trilateral para detener el tráfico ilegal de armas (la reciente iniciativa ‘Misión Cortafuegos’ camina en esta dirección) y precursores; y un blindaje electoral que impida la interferencia criminal en procesos electorales de entidades y municipios vulnerables. Todo esto requiere compromisos serios de inversión, supervisión y evaluación que trasciendan ciclos sexenales.
Estados Unidos ya reveló su diagnóstico: un México débil, con cárteles que operan como actores terroristas transnacionales, es un riesgo directo para su seguridad nacional. Ignorar esta lectura sería ingenuo. Aquí el asunto central no es si Estados Unidos seguirá o no seguirá presionando, sino cómo aprovechará México tal presión.
Dejar que Washington imponga unilateralmente su visión nos terminará saliendo caro. Por el contrario, si convertimos esta coyuntura en un proyecto propio de reconstrucción institucional, México podría estar resolviendo sus problemas de seguridad más acuciantes en un par de décadas (un periodo relativamente corto para superar el tipo de desafíos que enfrentamos).
Lo que está en la mesa, entonces, no es tan sólo la relación bilateral. Es el tipo de país que seremos en el próximo medio siglo: uno que gestiona tragedias cotidianas mientras administra su deterioro, o uno que toma la iniciativa y se atreve a reconstruir sus instituciones de seguridad y justicia con el apoyo de sus socios.

